23 de agosto de 2018
APENAS ERAN LAS seis y media cuando Juan recibió la llamada de su esposa. Dudó entre contestar o no. Desde hacía varios meses, la relación parecía ir en picado. En realidad, no tenían grandes problemas. Quizá ahí radicaba la cuestión: no pasaba nada entre ellos. Los días y las semanas dibujaban un camino en zigzag que resultaba bastante menos excitante de lo que había proyectado al salir de la Facultad de Empresariales. Al final decidió responder.
—Hola, cielo. ¿Qué tal estás?
Adriana se lanzó directamente a contarle su plan:
—Me voy una semana en agosto a Oropesa con Malory y su marido.
A Juan no le entusiasmó la idea. «¿Otra vez con la irlandesa aquella?
—Juan, ¿sigues ahí?
Se hallaba absorto, mirando el atrapasueños que colgaba del retrovisor.
—Muy bien—replicó con resignación.
—No parece que te agrade demasiado—le espetó ella.
—¿Y ya tienes el billete? Necesito el coche.
—Me recoge ella y me lleva.
—Eh...vale, te dejo, tengo que conducir. En un rato te veo.
—Un beso.
—Hasta ahora, cariño.
Se guardó los celos y la envidia en su interior. No iba a ser jamás capaz de hacer que las vacaciones le coincidieran con las de Adriana, que trabajaba en una escuela infantil de la zona. En su lugar, él siempre tenía que mendigar una semana en octubre, otra en Navidad y el resto cuando le daba la gana a la directiva.
Adriana, cordobesa de nacimiento, acento ya muy rebajado, se había mudado a El Grao, aquel sosegado pueblo de la costa mediterránea donde se conocieron.
No celebraron boda, pero poco importaba, ya que su matrimonio estaba formalizado con documentos.
Pasada la treintena, no habían tomado una resolución definitiva acerca de si tener hijos, lo cual era motivo de discusión habitual entre ellos. Los fines de semana los pasaban en la ópera o el teatro, en restaurantes, caminando por la playa o dando vueltas por las tiendas del centro comercial, sin rumbo fijo.
Tan pronto engulló la cena, Juan se retiró a su habitación en soledad, media hora antes que ella. Se sentía cansado y débil. Cerró lentamente los párpados y evocó su encuentro con los irlandeses, varios años atrás.
“Ven a cenar con una compañera de facultad”, propuso Adriana para celebrar su ingreso en una escuela infantil en la que permanecieron unos cuantos meses. En el restaurante solo se encontraban unas cuantas parejas y pequeños grupos de amigos.
Malory se mostró un poco cotilla y tuvo la impresión de que hablaba con demasiada intensidad sobre los niños, las canciones que elegían cantar con ellos y, en general, su rutina laboral. El marido, un adulador que simulaba interés por todo lo que hacían, con tal de darles conversación. “Muy interesante”, repetía una y otra vez. Juan percibió la situación como un trámite más para una persona reservada como él, que aborrecía presentarse en sociedad. Valoraba mucho la intimidad con Adriana y procuraba gozar de tiempo de calidad con ella, puesto que ya se sentía demasiado fatigado por el día a día como promotor de eventos y las visitas a familiares.
El tal Brendan, en cambio, no paraba de contar anécdotas sobre su empleo como comercial de seguros, en el que se jactaba de tener excelentes resultados. Quería asegurarse la opinión positiva de los demás. Para colmo, Juan despreciaba todas esas muestras de efusividad; procuraba ser diligente en todo lo que hacía y correcto con sus amistades, sin caer en falsos cumplidos.
Todo habría sido irrelevante si no hubiera empezado a advertir cómo Adriana miraba al irlandés. Juraría que, con ese tono chulesco, él buscaba impresionarla y quedar por encima. Los dos tenían un brillo en sus ojos que le parecía sospechoso.
Nunca le dijo nada, evidentemente, porque jamás se le ocurrió que una chica tan romántica y sensible como Adriana le diese mayor importancia a las llamadas de atención de aquel mequetrefe, pero la frecuencia con la que la mujer iba sola a casa de sus amigos terminó por irritarlo. Con la mente enredada en los recuerdos, cayó plácidamente dormido, sin saber que se avecinaba lo peor.